Dejar de tirarla a la tribuna

Ni bien se conoció la noticia del fallecimiento de Maradona, dentro de los feminismos surgió un enfrentamiento entre quienes decían que no había que yutear las emociones ajenas y quienes no aceptaban celebrar a un violento. En el medio resulta urgente replantearse las lecturas que hacemos con respecto a los varones, los consumos, las violencias y los cuidados.

Ayer se conoció la noticia sobre el fallecimiento del ídolo popular Diego Maradona. Las redes, las calles, las pantallas, las radios se plagaron de su nombre. También de seres humanos llorando, conmovides, abrazades. Pronto llegaron los videos-homenaje y los videos-denuncia. Se habló de drogas, excesos, violencias desde distintas ópticas. Los intercambios fueron varios y más que acalorados. Dentro de los feminismos pronto surgió un enfrentamiento entre quienes alegaban que no se podían yutear las emociones ajenas y quienes llamaban a no celebrar a un violento. En el medio resulta urgente poder replantearse las lecturas que hacemos con respecto a los varones, los consumos, las violencias y los cuidados.

En su texto «Orientalismo», Edward Said plantea algunos mecanismos de poder que pueden ser desplegados con el fin de anular a un Otro que se pretende dominar. Enumera, entre esos dogmas, la homogeneización de esos sujetos. Esa homogeneización deshumanizante -la construcción ficticia de una imagen congelada, eterna e idéntica a sí misma que pretende dar cuenta de la realidad de esa población- consigue que veamos a ese Otro siempre del mismo modo posicionándonos desde una mirada ajena. El Diego es un Dios o es una basura. En ese péndulo se lo ha encapsulado a lo largo de sus días, dos posturas que, en mi opinión, tiran la pelota afuera del área.

Fotos: Oswaldo Ramos
“Yo me equivoqué y pagué…” 

Por un lado, Diego como Dios. Eterno, inmaculado, todopoderoso. El hombre héroe luchando contra un enemigo interno, dando su mayor batalla. La inmunidad de los yoes siempre al pie del cañón para evitar asumir la vulnerabilidad de los cuerpos, la fragilidad humana. Del otro, la acusación: “drogadicto”, el chiste fácil, el meme sobre la cocaína y las imágenes más que rotundas visibilizando el enorme abanico de violencias que atravesaba y reproducía Maradona. La metáfora bélica, cómplice. El señalamiento al consumidor responsabilizador e individualizante. Al final parece que las dos lecturas juegan para el mismo equipo, ese que no se cuestiona hacia adentro y reproduce las lógicas más hostiles del capitalismo feroz.

El punitivismo y el voluntarismo mágico hacen lo suyo para que sigamos insistiendo en narrativas que culpabilizan a las personas por sus propios problemas, sus enfermedades, sus angustias. “Estaba en la cima y me sentía muy solo”, oí decir en una entrevista a Diego Maradona. Lo escucho y pienso: “somos eso”, una sociedad capaz de poner bajo la lupa o sobre el pedestal con tal de no mirar a los ojos, de frente, a las incomodidades que nos atraviesan.

De los feminismos populares y los espacios de salud comunitaria hemos aprendido que nadie se salva solx, que sin redes, sin espacios de empatía, escucha (y sobre todo, sin trabajo) no se saca a los pibes y las pibas de la droga. También nos han mostrado que la feminización en las tareas de cuidado es abrumadora, agotadora e injusta. Escribo esto y pienso directamente en la figura de Claudia Villafañe, sostén inclaudicable del Diez. Se abre entonces la urgencia de pensar qué pasa con nuestros discursos y prácticas romantizadoras alrededor de las mujeres que dan su vida por les demás. De la mano de este planteo, viene la necesidad de seguir sosteniendo y militando un abordaje con perspectiva de género en las políticas públicas y dentro de las organizaciones e instituciones que trabajan con problemáticas de consumo.

Fotos: Oswaldo Ramos
“…Pero la pelota no se mancha”

En resonancia con Said, Michael Kimmell refiere a la masculinidad como un conjunto exagerado de imágenes que impide a los demás ver dentro de los varones y un esfuerzo frenético por mantener a raya los miedos que llevan dentro. Anoche, veía millones de varones quebrados llorando. En este contexto, y por este motivo, les está permitido mostrar sus emociones. Llorar la muerte de un dios es una epopeya masculina para nada desdeñable. Los veía y pensaba en la tarea social que conlleva politizar el llanto masculino, permitirnos que desborde y ablande la valla que pretende contener lo incontenible. Aflojar las riendas de sus condiciones de posibilidad, asumir que la pelota puede mancharse como un puntapié para pensar juntes una estrategia que busque limpiarla y volver a jugar.

Ya sea que queramos eternizar a Diego o borrar a tipos como él de la faz de la tierra, el desafío parece ser el mismo: ser capaces de cruzar la frontera de la estetización deshumanizante. Emprender el arduo camino de pensarnos afectades y en comunidad. Dejar de tirarla a la tribuna.

Fotos: Oswaldo Ramos

 

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